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Francisco Camps, vivo o bien muerto

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Actualizado Miércoles, 8 marzo 2023 –

Francisco Camps, vivo o bien muerto
Ángel Navarrete

Hacía frío. La fiesta había colapsado. España arrastraba una resaca espléndida. Alguien tenía que pagar por las horteradas inverosímiles, la frustración, la ruina al galope y los cientos de pufos. Éste es uno de los posibles modos de explicar la cacería. También podríamos aludir al sectarismo, que bombea caliente por nuestras venas. O a la apetencia de corroborar los sesgos ideológicos, incluso contra toda evidencia. O al deseo de dulce venganza, coaligado con la crueldad, tan presente en nuestro cableado de monos con posibles. O a la pereza, que proscribe documentarse, no sea que. Incluso podemos aludir a la mala hostia apostólica, inseparable del discurso en redes, siempre a costa de eviscerar a unos cuantos peatones. Todas las hipótesis valen. Resultan sugestivas y plausibles. Aunque ninguna cuenta demasiado. Ni siquiera la siempre socorrida conspiración, que conduce al centro del abismo neuronal por la vía de hacer cambalache con el blandiblú de lo verosímil. En realidad, para matar a Francisco Camps sobraba con adosarle lo que otros robaron.

El ex presidente de la Generalidad Valenciana acumula 11 años de juicios y absoluciones; 169 portadas en ‘El País’ por cuatro trajes, que pagó de su bolsillo; un libro extraordinario de Arcadi Espada, ‘Un buen tío’, que documenta cómo el populismo y la posverdad liquidan a los hombres; y un último juicio, estos días, por una causa previamente juzgada y de la que ya fue absuelto. Que demuestre que no hizo mal, cantan a coro los buitres justicieros, virtuosos como asesinos. Todo sostenido por un clima moral encanallado, de causa general abierta 24 horas y bisbiseos por las esquinas de platós y corralas, suponiendo que haya alguna diferencia entre cloacas.

Camps, sentencien como quieran estos días los jueces españoles, jamás saldrá desinfectado de su culpa. Los antecedentes noticiosos, las llagas mediáticas, lejos de caducar, sobreviven, procrean y engordan, dichosas cucarachas adosadas a la conversación ‘wiki’. Su resiliencia tiene que ver con la proteica capacidad de las mentiras para servir a otros ruidosos fines.

Pregunten, pregunten por su escalera. ¿Francisco Camps? Culpable. ¿De qué? Da igual. No tiene otro emblema, otra sentencia, hado ni oficio. De profesión, fiambre. Leproso en busca y captura. Una matanza así no habría sido posible sin las 169 portadas. Un número de ‘covers’ incluso superior de las que ‘El País’ dedicó al 11-S. Aunque sería necio ignorar que, en el resto de las redacciones, la disposición no fue mucho más decorosa, decididos tantos oficiantes a pisar rasante, que la cosa, o sea, quema y salpica.

La complicidad por omisión de los medios engrasa el mecanismo vírico de la cancelaciones. A Camps lo fusilaron a placer porque los depredadores, criaturas oportunistas, detectan los espasmos del débil y la sangre descorchada a su paso. No hay como transformar a un hombre en arquetipo para que luego pague, perro. Las acusaciones, emancipadas de la realidad y los hechos, descienden de una genealogía rastreable. Emparentan con el rencor social y beben de los apriorismos. Y entroncan con la necesidad de saciarnos con víctimas previamente seleccionadas. El juego consiste en aplacar la estupefacción por todo lo malo que nos pasa mientras los dioses, malditos sean, se niegan a respondernos.