
Bueno, más concretamente en la isla de Bali, y para ser más específico todavía, en Ubur, la capital cultural de esta pequeña isla que viene a quedar por el centro de un archipiélago de 17.500 islotes, el más grande, extenso y poblado del mundo, con más de 5.000 kilómetros entre sus extremos y rozando los 300 millones de habitantes.
Al final, el largo viaje de 36 horas, las que van desde que nos levantamos en Benidorm hasta que llegamos al «hostel» en Ubur, no ha sido tan duro como presuponía. Coche, tren, tres vuelos, interesantes carreras por aeropuertos y taxi a volante cambiado hasta el destino, han resultado más livianos, constructivos e interesantes que las supuestas e injustas catastróficas previsiones.
Un grupo de 14 personas que nos empezamos a conocer ahora, dormíamos apiñados en literas con tanta incertidumbre como ilusión agolpadas a medias entre el corazón y el sentido común.
Aterrizar en el poderoso aeropuerto de Singapur empezaba a situarnos. La realidad nos recuerda que estamos en el sur de Asia, al otro lado del mundo, y que todavía tenemos que viajar al centro de Indonesia. Un plato de sopa con sabor picante y algo rasposo empieza a darnos las primeras indicaciones. No estaba nada mal.
La noche está encima nuestra, sin apenas habernos dado tiempo a saborear el día. Seis horas de diferencia y ya son casi las dos de la madrugada cuando llegamos a un colchón tan deseado que nadie miró la etiqueta.
Madrugar junto a este grupo de desconocidos que en 10 minutos se convierten en amigos inseparables, es la primera de las muchas experiencias que nos esperan estas dos próximas semanas.
Desayunar de aquella manera, cambiar dinero de aquella otra, pagar 5.000 rupias por una botella de agua (30 céntimos de euro) y empezar a pasear por el centro de Ubud, es el comienzo de una aventura que apunta maneras. Calor tropical, jaleo dominicano, caos napolitano y locura estilo El Cairo, no puede ser mal cocktail. Ya lo iremos descifrando, descubriendo y describiendo.
Después de poner tarjeta en el móvil adaptada al pais y las circunstancias, nos adentramos en los típicos arrozales de las películas vietnamitas, apareciendo en un local que nos sirve, rodeados de una brisa que invita a la siesta española, unos platos de arroz, verduras y pollo, aliñados con picante y sate, que quitan el hipo y reclaman esos maravillosos jugos de frutas tropicales que endulzan y refrescan la garganta y en ambiente. Un café ya sería el remate final, pero hasta aquí hemos venido con mente abierta y adaptarse a lo que toque.
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