20 años sin Julio Anguita Parrado: «Alguien tiene que contar las guerras»
EL MUNDO conversa con la madre, amigos y compañeros de nuestro compañero Julio Anguita Parrado cuando se cumplen dos décadas de su muerte

M. WEBER
PREMIUM
- CARLOS FRESNEDACorresponsal
- Londres
«Pero hijo mío, ¿ cómo vas a ir a la guerra de Irak, si nosotros nos estamos manifestando en contra todos los días?», fue la pregunta que Antonia le hizo a Julio Anguita Parrado en su última visita a Córdoba, antes de partir hacia Kuwait. «Mamá, por Dios, hay que estar allí para informar, porque no puede ser que luego nos cuenten lo que les dé la gana», fue su personalísima respuesta, que aún resuena en la mente de su madre al cabo de 20 años.
«Yo creo que a su padre, pese a su antiamericanismo, le debió decir algo parecido», recuerda Antonia. «Nosotros no teníamos ya la autoridad para prohibir algo a un hijo de 32 años o quitarle una idea de la cabeza. Los periodistas tenéis un oficio y un compromiso con la ciudadanía para aportar información, y eso era algo que él tenía muy claro desde que se fue a Nueva York».
Con el corazón en vilo, la familia siguió las evoluciones de Julio por sus crónicas en EL MUNDO y por sus llamadas esporádicas. A las ocho de la mañana del 7 de abril del 2003, después de anticipar en la redacción la incursión de la Segunda Brigada de la Tercera División de Infantería con la que viajaba, llamó a su madre con el teléfono prestado del fotógrafo Christian Liebig:
– ¿Estás ya en el centro de Bagdad?
– No, mamá, estamos como a 15 kilómetros
– Hijo mío, vente ya para acá.
– Primero tendré que ir a un hotel en Bagdad, a quitarme la arena del desierto…
«Me dijo que le exigían un tipo de chaleco que él no tenía para poder entrar con los tanques, y que por eso se había quedado en el campamento», recuerda Antonia. Su madre, y todos los que hablaron con él ese día, respiraron con relativo alivio. Horas después, un misil supuestamente lanzado desde la ciudad de Hilla cayó sobre el centro de mando y mató a Julio, a Christian y a dos soldados.
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El mundo dejó de girar para sus padres, sus compañeros de profesión y su tropel de amigos. Julio Anguita González dijo aquello de «malditas sean las guerras y los canallas que las hacen«. Y Antonia Parrado, con un asombroso parecido al mayor de sus tres hijos, rompió a llorar como lo sigue haciendo al cambo del tiempo: «Eso no se me va nunca: se me encoge el alma y me tiembla el pulso, como imagino que le pasa a todas las madres».
«Mi hijo fue un daño colateral, como lo llaman ellos, de aquella guerra que no sirvió de nada», recalca Antonia, que sigue dándole vueltas a la posibilidad -reconocida incluso por un militar de su división- de que el misil no fuera iraquí sino fuego amigo. «Yo hablaba de todo esto con Julio, padre, pero pensé que si no me iban a devolver a mi hijo, esa lucha no iba tener sentido».
LAS LIBRETAS DE JULIO
Otra idea que no se le va de la cabeza es la de las libretas que recibió con el petate de Julio: «Estaban todas en blanco y yo siempre he tenido mis dudas. Hay una foto de mi hijo en la que se le ve tomando notas junto a un prisionero iraquí. ¿Dónde está esa libreta? Me pregunto si requisaron todo lo que había escrito, y quizá ahí había observaciones que al ir con ellos no podía contar. Él no me lo dijo, son apreciaciones mías».
Antonia recuerda también la «preocupación» con la que Julio se fue a la guerra: «Quería asegurar su futuro pero le dijeron en Madrid que ya hablarían a la vuelta. Con esa sensación llegó a Córdoba, apenas estuvo aquí 24 horas. Nos comunicó su decisión ya casi al final; había estado aquí en Navidades pero no nos dijo nada».
«Yo llegué a decirle que esperaba que su madre le amarrara a una silla para evitar que se fuera», reconoce Stefano Albertini, compañero de Julio en Nueva York y director de la casa italiana Zerilli-Marimò. «Pero las habilidades persuasivas de Antonia y su pacifismo apasionado no lograron superar la determinación de Julio…
Pasamos muchas tardes discutiendo, pero él ya había decidido que aunque las guerras fueran absurdas y horribles, no se puede fingir que no existen y alguien tiene que contarlas, y mejor si era alguien como él que no endulzara la historia».
«El pacifismo era uno de los valores que compartíamos, yo desde la tradición del catolicismo democrático italiano, él por la historia de su país y su familia», recuerda Stefano. «Los dos éramos objetores de conciencia y nos habiamos negado a tomar las armas en el servicio militar… Nuestro pacifismo estuvo directamente implicado cuando la Administración Bush empezó a hablar de las armas de destrucción masiva que supuestamente había empezado a producir Sadam Hussein. Julio había puesto en aprietos a la ministra de Exteriores española cuando, en una rueda prensa en la ONU, le preguntó insistentemente dónde estaban esas armas».
«El periódico no le pidió que fuera», precisa Stefano, a quien Julio intentó tranquilizar cuando asistió a un cursillo de entrenamiento para periodistas que aspiraban a entrar como empotrados con el ejército americano. «Me aseguró que no era un preludio para entrar en la zona de guerra, sino una forma de ver cómo la Administración Bush intentaba domesticar a los periodistas«.
Pero al final consiguió su plaza, con esa persistencia que siempre le distinguió del pelotón. «La víspera de su partida pasó por la redacción en Madrid para saludar a los numerosos compañeros que le querían como un hermano y un hijo», recuerda Stefano. «Y cito sobre todo a sus jefes directos, su querida Ana Alonso y Roberto Montoya, que fue para él como una figura paterna. A los abrazos de sus compañeros le siguió una cita con la dirección que fue como una ducha fría para él. Le dijeron que «no se hiciera ilusiones» y le quitaron la serenidad de saber que regresaría a Nueva York, la ciudad que había elegido y amado».
‘EMPOTRADO’ CON SU DIVISIÓN
Una vez estuvo empotrado con su división, las preocupaciones quedaron a atrás y Julio «se sumergió por completo en su trabajo». Sus relatos dominaron la primera página de EL MUNDO junto con los de Mónica García Prieto desde Bagdad. Su capacidad de adaptación y su don de gentes le sirvieron para entablar una relación especial con el equipo médico de su división, lo que permitió tener la visión más cruda de la guerra. «Voy a hacer esto y me voy a volver a casa, ya he tenido demasiado», llegó a confesarle al mayor Stephen Frietch.
«A Julio se le escuchaba entusiasmado con el trabajo que estaba haciendo a pesar de las durísimas circunstancias», recuerda Mercedes Gallego, corresponsal en Nueva York y enviada especial de El Correo. «Yo tuve más problemas en mi unidad, y él intentaba animarme y consolarme. Hablábamos cada vez menos porque las comunicaciones por satélite eran muy complicadas, pero él te trasmitía su energía vital, esa capacidad para superarse a sí mismo y dar más que nadie que siempre le distinguió«.
«Aunque le echara valor, Julio tenía también sus miedos: él veía que su chaleco era de menor calidad y eso le preocupaba», recuerda Mercedes. «Pero logró crear lazos con la gente de su unidad, se entendía bien con ellos. Vivimos experiencias muy distintas desde que nos separamos en Kuwait, pero creo que no éramos conscientes de las limitaciones que íbamos a tener como empotrados«.
Fue Julio quien descubrió en su día que el Pentágono estaba entrenando a periodistas para ir a la guerra en Quantico. Habituado a hacer tándem con Mercedes (los dos hicieron una escalofriante incursión en la zona cero horas después del 11-S), lograron alistarse para el cursillo, aunque se quedaron fuera en la lista final. Juntos lograron persuadir al responsable del Pentágono de la importancia de tener periodistas españoles en primera línea, aprovechando el encuentro en las Azores de Bush, Blair y Aznar.
«Para los dos era un hito muy importante en nuestras carreras: poder estar allí contando la noticia donde ocurre y no hacer de parabólica de lo que cuentan los demás», recuerda Mercedes. «Eso era para nosotros el periodismo y lo que intentamos hacer en Irak. Para mí Julio fue los ojos de esta guerra y con él se cerraron los ojos…«.
«En tiempos de guerra, los valientes no son los más arrojados, sino los que sabiéndose temerosos permanecen bajo las bombas por sentimiento del deber, a pesar del miedo atávico a perder la vida», recalca Mónica García Prieto, que recibió la muerte de Julio Anguita Parrado (y dos días después la de José Couso) cuando cubría la invasión americana para EL MUNDO desde Bagdad.
«Los valientes son los que se quedan por pura responsabilidad, ya sea para permanecer junto a su pueblo atacado o, como en el caso de Julio, por llevar a cabo su trabajo y denunciar los crímenes de guerra», advierte Mónica. «La guerra nos hermana a todos en la incertidumbre y en la vulnerabilidad. Todos estamos igualmente protegidos, todos nos sentimos preocupados hasta la médula. Pero qué importante es estar allí y contribuir a que las víctimas de un conflicto se sientan menos desamparadas».
«Mi hijo ha vivido mucho, ¿verdad?», fue la pregunta que Julio, padre, le formuló en su día a Stefano Albertini, que respondió: «Sí, ha vivido mucho y yo intento vivir mucho para estar un día con él». «La mejor herencia que nos dejó Julio fueron sus amigos», dijo en su día Antonia, como bien recuerda Mercedes. Todos hicimos piña al año de su muerte en un libro colectivo, Batalla sin medalla, que le recuerda como siempre será. Eternamente sonriente. Eternamente joven.
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