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Vivir y morir en una lengua equivocada

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Actualizado Domingo, 26 febrero 2023

Las niñas querían usar su castellano sin sentirse despreciadas

Vivir y morir en una lengua equivocada
SEQUEIROS

(Sallent) Aflora en las crónicas sobre el doble suicidio -uno consumado y otro fallido- de las gemelas de Sallent la convicción de que la transfobia fue la causa. La irresponsabilidad de determinar el móvil a las pocas horas de un suceso es un clásico del periodismo. En este caso se suma la hipócrita voluntad de cubrirse afirmando, entre los matorrales de la crónica, que el suicidio es un fenómeno multifactorial. Como si hubiera algo que no fuera multifactorial, a excepción de los titulares. La hipótesis de que la gemela muerta sufriera acoso en el colegio a causa de su incertidumbre sexual se construye por las declaraciones de alguno de sus familiares y por lo que se sabe de las cartas que dejaron escritas las niñas. Pero la familia también alude a otra razón del presunto acoso: su manera argentina de hablar el castellano y su desconocimiento de la lengua catalana. Realmente multifactorial, pero hay que titular. Y l’esprit du temps aconseja subordinar la hipótesis lingüística (el siempre molesto asunto de los catalanes) a la llamarada trans.

El acoso escolar lo sufren los diferentes del grupo y las diferencias también son multifactoriales: género, lengua, peso, color, dioptrías, etc. Pero la hipótesis de que un niño se suicide a causa de su lengua (im)propia es un asunto difícil de encajar en el plácido oasis donde el narciso catalán se observa sin tregua ni enmienda. Desprecio tanto las arrogancias sociolingüísticas que me resisto a la posibilidad de que una lengua pueda influir en la decisión de alguien de matarse. Las lenguas solo merecen doma y puntapiés, como sabe mejor que nadie cualquier verdadero escritor no cursilíneo. Pero, obviamente, este no es el punto de vista político, intelectual y moral que domina en Cataluña. El nacionalismo catalán lleva siglos sosteniendo que la lengua es la identidad, que la lengua proporciona una cosmovisión genuina, que la lengua es el ser, el estar, el haber y el hacer. El nacionalismo dice, en suma, que la lengua es un legítimo motivo para matarse. De ahí su obligación de observar la tragedia de Sallent con estricto respeto ontológico.

Al margen de la influencia que haya jugado la lengua (y el habla, aún más importante en la ridiculización y marginación del sujeto), nadie puede negar una de las evidencias fácticas de la tragedia: en Cataluña un niño puede sufrir grave acoso en el colegio por no hablar el catalán. Por la cuenta que le trae, el alcalde de Sallent -de Esquerra Republicana en un pueblo donde el 70% de los votantes es independentista- ha tratado de enterrar la hipótesis lingüística, declarando: «Somos un pueblo de acogida desde hace muchísimos años. No nos consta que hubiera rechazo de ningún tipo. Desde el momento en el que tú vienes a vivir aquí y se abren los servicios de acogida, de idioma, hay recursos de todo tipo. En este caso, para ellas, el idioma no era un problema. Lo desmentimos». Una perfecta y perturbada visión. El problema con el idioma no lo tenían las niñas de Sallent sino que lo tenía Sallent (permítase la sinécdoque) con las niñas. El problema no era que Sallent ofreciera todos sus recursos para aprender catalán, sino que las niñas querían seguir usando su castellano sin sentirse despreciadas.

Alana quería ser varón en castellano. Pero Sallent solo puede aceptar una parte de sus aspiraciones identitarias. Mientras el sistema nacionalista protege la anomalía de una niña que quiere ser niño y refuerza los controles terapéuticos, pedagógicos y sociales para que su voluntad pueda ejercerse, su anomalía lingüística, la de una niña que habla castellano en un ambiente lingüístico mayoritariamente catalán, no solo no se protege sino que se trata de hacerla desaparecer. El translingüismo está severamente prohibido en Cataluña, a pesar de que la mutación lingüística es ligeramente algo más sencilla que la mutación sexual. Vivir en una lengua equivocada no tiene una solución fácil en Cataluña. Porque a diferencia del transexualismo, el translingüismo sí es una amenaza para el grupo dominante.

Por lo demás, celebro que los periódicos estén acabando con el viejo tabú del efecto contagio y den noticia del suicidio, aunque sea a su modo hipocritón y arrastrado por la moda de la temporada. Toda noticia es contagiosa en un grado u otro. Y, como sucede a menudo, el contagio enferma, pero también inmuniza.

(El amuleto) Bret Stephens da cuenta en el Times del estudio definitivo -o sea: provisional, en términos científicos- sobre el uso de las mascarillas para evitar el contagio de virus respiratorios. El mensaje clave del estudio dice: «No estamos seguros de si usar mascarillas o respiradores N95/P2 ayuda a frenar la propagación de virus respiratorios». Y algo más, aún más sorprendente: «El lavado de manos puede ayudar a frenar la propagación de virus respiratorios». Cabe recordar que a partir de un cierto momento pandémico la teoría de la propagación del virus pasó de las superficies al aire, por así decirlo. El estudio contradice este giro, aunque su objetivo no era investigar las formas de propagación.

El estudio ha sido publicado por Cochrane, «the gold standard for its reviews of health», para decirlo con las palabras de Stephens. Compárese este «no estamos seguros» con la apabullante suficiencia con la que científicos, políticos y empleados de la Salud Pública instaron a millones de ciudadanos al uso del amuleto. Porque, en efecto, tampoco de un amuleto puede decirse en prosa cochrane «estamos seguros». Mucho más contundente se muestra el principal autor del estudio, Tom Jefferson, epidemiólogo de Oxford, en una entrevista con una Maryanne Demasi en su página de Substack. Dice Jefferson:

«Los Gobiernos tenían malos asesores desde el principio… Se dejaron convencer por estudios no aleatorios, estudios observacionales defectuosos. Mucho tenía que ver con aparentar que estaban haciendo algo (…). El enmascaramiento se convirtió en un gesto político visible, algo que ahora repetimos una y otra vez. Lavarse las manos, la higiene general y la vacunación no son abiertamente visibles, pero llevar una mascarilla sí lo es. Simplemente no hay pruebas de que las mascarillas aporten algo. Y punto».

Remata Stephens al final de su artículo: «Hacer algo no es ciencia y no debería haber sido una política pública. Y las personas que tuvieron el valor de decirlo merecían ser escuchadas, no tratadas con desprecio».

La mascarilla fue un amuleto y hoy es un icono utilísimo para el que quiera describir la suspensión de la incredulidad en el relato de los medios y de la política. Querer creer es la condición necesaria del hacer algo. Y, como es lógico, la estafa no se limita a la pandemia; solo que el enorme foco proyectado sobre ella permite investigar la estafa con un detalle imposible en los asuntos corrientes. La mascarilla no ha sido inofensiva. Stephens detalla los problemas «físicos, psicológicos, pedagógicos y políticos» que ha acarreado su uso. Yo, sin embargo, solo tengo parabienes: una tal concentración de la estupidez contemporánea respalda por una vez este oficio temerario de creerse el más listo.

(Ganado el 25 de febrero, a las 13:07, constatando que ya ha pasado más de una década sin mentarlo, y celebrando que Javier Cercas descubra por fin la verdad, aunque haya sido mediante su incurable método de la ficción evangélica).