Alfaz del Pi

Cada año lleva escrita su historia

Una mujer protegida con mascarilla espera el tren, en Atocha.
Una mujer protegida con mascarilla espera el tren, en Atocha. SUSANA VERA / REUTERS

PREMIUM

  • FÁTIMA RUIZ
  • CONCHA FERNÁNDEZ (EDICIÓN GRÁFICA)

Sábado, 26 diciembre 2020

. Y su Historia. Ambas, minúscula y mayúscula, se fundieron en un estrecho abrazo en las campanadas de 2020, el año en que la humanidad tuvo que apearse de la vida después de haberlo perdido casi todo: salud, seguridad, sustento, relación, ocio, rutina. Olfato y gusto. Tacto. Razón, consenso, viajes. Aire, hierba, ríos, montes.

Mares que de repente ya no estaban, sumergidos todos los océanos, todos los rascacielos de la Tierra, las grandes obras del hombre -de las pirámides a la Estatua de la Libertad, del Kremlin a las mezquitas del Bósforo, de la Ciudad Prohibida al Taj Mahal, de la Capilla Sixtina al Big Ben- en esa niebla mórbida que desde primeros de enero se posó en una esquina del mundo y de allí se fue extendiendo como una maldición.

2020 fue el año de la Ciencia. Y el de la Ciencia Ficción. Un tiempo en que descubrimos que la economía reposaba sobre un frágil pilar de carne y hueso, y que sanar y crecer era lo mismo. En que hasta la Bolsa se puso bata blanca y apostó por una alquimia que no buscara el oro ni la vida eterna, sino la vida a secas, que ya es mucho. Y un tiempo extraterrestre, que nos convirtió en extranjeros de nuestro entorno, aliens de un territorio vacío en barrios desangelados, propios de una película de marcianos. Un puñado inesperado de extras de ‘Contagio’, la ficción que acabó compitiendo en la categoría de documental.

2020 fue el año de la Razón. Y el año de la Locura. Cuando el temple de unos sanitarios insomnes, envueltos en plásticos y enfermos del mismo mal que sus pacientes, hizo de escudo en el más intangible de los frentes, el que declara la guerra desde dentroremontando un torrente sanguíneo sin armas para detenerlo. Médicos y enfermeras en pie por milagro, capaces de pensar en el centro del tornado por pura adrenalina, milagrosa generosidad y el absurdo límite al que a veces se logra empujar la resistencia humana. Que intubaban un paciente detrás de otro mientras los hospitales, de Wuhan a Central Park o Ifema, brotaban de la tierra en pocos días como la planta mágica de un cuento para niños. Que eran el primer muro contra el que se estrellaba el llanto impotente de hombres y mujeres a los que se restringió el derecho de admisión en funerales de otros hombres y mujeres que, medio siglo atrás, los habían mecido tantas noches para que pudieran dormir sin miedo.

Fue también el año de la Sinrazón. El momento en que el líder del mundo libre aconsejó chupitos de «desinfectante» para «limpiar los pulmones» del «virus chino», mientras al sur, en Brasil, otro jefe de Estado pedía a los ciudadanos que por favor fueran menos «maricas» con tanto miedo a morirse. Y otro más, desde México esta vez, recomendaba a los suyos inmunizarse a base de «comida saludable», además de «no mentir y estar a bien con la conciencia». Eso por mencionar sólo algunos ejemplos de talla política en la peor crisis sanitaria del último siglo.

Bajando a pie de calle, el miedo también hizo su labor inmobiliaria, al ir construyendo un cambiante Lego de casillas mentales donde custodiar los prejuicios que surgían. Dividimos la sociedad por tramos. Anciano igual a débil, igual a prescindible. Niño igual a contagioso. Joven igual a inmune, igual a cruel, igual a irresponsable. Dividimos el mundo por naciones. Chino igual a peste. Madrileño igual a plaga.

Porque en 2020 no hubo Olimpiadas en Japón, pero sí una liguilla de naciones que compitieron entre sí en una especie de Mundial vírico, en el que en vez de luchar contra una enfermedad se guerreaba por probar la propia superioridad frente al resto de países, ideologías, partidos políticos. Donde se hacía acopio de mascarillas y respiradores regateando como en un zoco -parando aviones a pie de pista para acaparar, literalmente, oxígeno- mientras se peleaba por asegurar la provisión de futuras vacunas que, o nos ponemos todos -de Vancouver a Samarkanda-, o no van a servir de nada.

2020 fue el año en que se perdió el Foco. Y el año en que ganamos Perspectiva. Cuando los suecos cantaron victoria prematura, confiando en que la mano libre del Covid acabara regulando sola el rebaño (hasta el rey tuvo que desdecirse, convertidas las residencias en campos de refugiados ajenos al Estado del bienestar). Cuando el primer ministro británico tuvo que ver su propia vida desfilando en diapositivas en una UCI para dar un volantazo justo al borde del acantilado.

Cuando hubo estadounidenses que salieron a protestar armados contra una mascarilla ‘castradora’ que no protege del virus de la irracionalidad, ni de la enfermedad del nacionalismo. Cuando los españoles hicimos lo que mejor sabemos: desenterrar por enésima vez la guerra civil para que todo fuera más trepidante.

Pero en este 2020 de todas las rarezas también ganamos Perspectiva. Y levantamos la cara para fijarnos en la del que cobraba en la caja del supermercado. O extendía el ibuprofeno en la farmacia. O conducía un autobús por el apocalíptico desierto urbano en que quedó convertido el mundo. Y preguntamos ‘¿cómo estás?’. Y nos quedarnos a escuchar la respuesta.

Porque 2020 fue también el año en que aplaudimos. Y por una vez, y sin que sirva de precedente, aplaudimos a quien de verdad lo merecía.

DOCE MESES DE LUTO Y SOLEDAD

Enero fue la ceguera. Febrero, la risa y el meme del murciélago en la sopa. Marzo, el shock, la muerte llamando al timbre de al lado. Abril, la reja sin llave, una soledad por ventana. Mayo, el paseo en círculos.Junio, el espejismo de la vida cotidiana. Julio, el exceso y Agosto, el cambio de rasante, la curva que ascendía. Septiembre fue el regreso a un otoño tenebroso, al choque de bruces con una realidad que no se había marchado, a un colegio de otro mundo, aséptico y encorsetado por la mascarilla y el miedo de ofrecer al hijo como huésped del enemigo invisible. Octubre fue el dolor renovado en hospitales, con las Ucis empezando a fibrilar. Noviembre fueron las rebajas, las de la esperanza de vida también, con un dos por uno de oportunidad gracias a la nueva cepa que preparaba el aterrizaje en Diciembre, el mes de la Navidad a distancia, del portal de Belén de las terrazas donde las familias ateridas se enviaban besos bien ventilados de una punta a otra de la mesa.

Vista aérea del cementerio de Manaus (Brasil).
Vista aérea del cementerio de Manaus (Brasil).MICHAEL DANTAS / AFP

CEMENTERIOS SIN PAZ NI DESCANSO

No se pudo vivir como siempre, es decir de espaldas a la muerte, que se echaba encima desde los grupos de WhatsApp de familiares y amigos, desde las sirenas de las ambulancias que patrullaban las avenidas, desde los telediarios que cada día nos enterraban entre paletadas de cadáveres, en un recuento del horror que no se terminaba nunca. Cuerpos que se apilaban en las calles, en las catedrales capitalistas de los centros comerciales, en los parques por los que respira el cemento de la ciudad y en unas funerarias a las que les faltaban ataúdes para dar reposo cuando acaba la tregua de la vida. En cementerios convertidos en hormigueros de luto, donde ya no cabían más cenizas.

Vista aérea del Arco del Triunfo de París.
Vista aérea del Arco del Triunfo de París.PASCAL ROSSIGNOL / REUTERS

CELDAS DE AISLAMIENTO EN LA CIUDAD

Enmudecieron las calles, echaron los restaurantes la reja, colgaron el cartel de cerrado las tiendas de souvenirs, se aquietó el bullicio en el vestíbulo de los hoteles, quedaron los monumentos solos, se vaciaron las avenidas de su riada habitual de especies humanas de todos los tamaños y colores. Unos, los propios, desembocaron en el interior de los cubos de cemento en los que vivían, convertidos en celdas de aislamiento forzoso, en cárceles hacinadas de rostros familiares y sin embargo extraños. Los otros, los ajenos, los que soñaban aventura entre las maravillas del mundo se resignaron a perder todos los trenes, y a verlas desfilar desde la barrera virtual de las pantallas, en una forzosa eternidad de sofá y manta. Se perdieron los viajes, y con ellos todo lo que hubiera podido pasar fuera de casa. Descubrimiento, pasión o amor a ratos, nuevas aficiones o nostalgia del regreso, anhelo de más paisajes distintos… El álbum de 2020 tuvo al final que quedarse en blanco.

Multitudes con mascarillas, en Tokio.
Multitudes con mascarillas, en Tokio.ATHIT PERAWONGMETHA / REUTERS

PERIMETRAR LA AMENAZA NATURAL

Fantasmas de nosotros mismos, errantes por las calles de un mundo hostil y desierto, acorralados por dentro y desconectados de todas nuestras naves nodrizas, uniformada la identidad por una mordaza de tela… nos empeñamos en seguir manteniendo a toda costa unas rutinas imposibles. Chocamos contra el muro de nuestro estilo de vida, empeñados en perimetrar la amenaza natural para seguir celebrando los hitos con los que acotamos el tiempo para hacerlo manejable, para burlar a la muerte a base de celebrar la vida. Todos fueron cayendo del calendario, la última la Navidad, la única fiesta en rojo que quedaba por teñirse de negro, en este año con millón y medio de muertos. Antes habían sucumbido los festejos privados: cumpleaños, bautizos, comuniones, aniversarios, cenas de empresa. Y los colectivos: Ramadán, Semana Santa, el Día de los Muertos chino. Fallas y San Patricio. Un Todos los Santos que quedó más que nunca en Halloween. Un Acción de Gracias en el que sólo se pedía seguir vivo.

Un enfermo de Covid-19, en la UCI de un hospital de Lima.
Un enfermo de Covid-19, en la UCI de un hospital de Lima.ERNESTO BENAVIDES / AFP

UN MINUTO PARA LA ESPERANZA

Aguardaban en sus casas llamadas que duraban un minuto. Que decían está igual, sigue estable, continúa respirando. Y colgaban porque había otros muchos teléfonos que seguir marcando después. Y ellos quedaban solos con todas esas horas suspendidas de la nada, en espera de que la muerte perdonara al menos por esta vez. Aguardando el momento del aplauso a la salida de la UCI que asomara de nuevo a la vida ese rostro macilento pero embellecido por la amenaza de perderlo para siempre.

Tráilers refrigerados para almacenar cadáveres, en Brooklyn.
Tráilers refrigerados para almacenar cadáveres, en Brooklyn.BRENDAN MCDERMID / REUTERS

UN 11-S DIARIO DE MUERTOS

Los camiones frigoríficos pusieron cerco a una Estatua de la Libertad que durante meses se quedó sola sujetando la antorcha de una esperanza difícil mantener con un 11-S diario de muertos en Estados Unidos y una riada de enfermedad que traspasó las puertas de la propia Casa Blanca, de la que tuvo que evacuarse al presidente a 60 días escasos de las elecciones. Donald Trump, Jair Bolsonaro, Emmanuel Macron, Boris Johnson… El virus tampoco perdonó a los líderes mundiales, que a la fuerza tuvieron que aprenderse la teoría de la relatividad del poder. Aunque alguno salió, sin embargo, con el negacionismo intacto y la fe en su omnipotencia renovada.

Una enfermera protegida con EPI, en Estambul (Turquía).
Una enfermera protegida con EPI, en Estambul (Turquía).UMIT BEKTAS / REUTERS

DESESCALADA A PECHO DESCUBIERTO

Hubo gente para la que el encierro era un lujo fuera de su alcance. Médicos, enfermeras, conductores de ambulancia… Gente que no pudo permitirse tener pereza o miedo, o simplemente dejarse llevar por un instinto de conservación que pedía guarecerse entre muros de la tormenta perfecta que arreciaba fuera, protegerse a sí mismo y a la familia cercana, cerrar la puerta con doble vuelta a la llave. Humanos que no podían ser débiles -y por tanto no podían ser humanos- rotando consigo mismos por falta de compañeros, enfermos o inexistentes, sin festivos ni horas libres. Desconfinados a pecho descubierto en la primera de las desescaladas. La más dura. La que se hacía envuelto en bolsas de basura, en gafas de bucear, en Epis cosidos a mano.

Asistentes a una rave en barcos, en Berlín.
Asistentes a una rave en barcos, en Berlín.DAVID GANNON / AFP

SALTARSE EL PROHIBIDO EL PASO

Echa la reja el año en el que Occidente mintió mucho para acabar engañándose a sí mismo, planeando encuentros y viajes que una y otra vez se frustraban mientras la ira se abría paso por dentro y por fuera empujaba a saltarse los carteles de prohibido el paso que los gobiernos iban colocándonos delante. Miles de alemanes se manifestaron en las calles como si la libertad no se la hubiera arrancado una malformación biológica, sino una canciller de hierro a la que, a punto de la jubilación y en el grupo de riesgo, cada vez le quedan menos corazas para pedir a los Länder un poco de sentido común «desde lo más hondo del corazón». Para concluir sin tener que hacer mucho cálculo que no se puede pagar el precio de mil muertos diarios para poder irse de puente.

Familiares de una víctima por Covid-19 atan el cadáver, antes del entierro, en Nueva Delhi.
Familiares de una víctima por Covid-19 atan el cadáver, antes del entierro, en Nueva Delhi.SAJJAD HUSSAIN / AFP

UN TRAILER DEL APOCALIPSIS

Realidad y ficción se confundieron durante meses, con las televisiones emitiendo en directo las veinticuatro horas del día escenas hasta entonces reservadas para las películas, aquellas que dejaron de proyectarse en unas salas cerradas por la pandemia. El cine se quedó solo porque saltó a la calle. Con los informativos proyectando imágenes de ‘La Carretera’ o de ‘Mad Max’, protagonizadas por policías y empleados de funerarias sin rostro que barrían las calles de muertos para darles una sepultura rápida y solitaria que no pusiera en peligro otras vidas, las suyas, o las de los escasos transeúntes que se aventuraban a bajar la basura corriendo y a escondidas, como si en las bolsas también llevaran un cadáver y no los restos de la comida del día. Que peleaban por el papel higiénico en unos supermercados convertidos en plató para un ensayo general del Apocalipsis que llegaba en plena primavera.

Una mujer aplaude desde un balcón, en Madrid.
Una mujer aplaude desde un balcón, en Madrid.SUSANA VERA / REUTERS

ASOMADOS A OTRA CARA DEL BARRIO

Tú ya no te acuerdas, pero antes de las cacerolas y los gritos y el incendio, antes de que alguien tuviera la culpa de todo esto, antes de que los vecinos volvieran a ser una molestia, o en el peor de los casos, enemigos empeñados en arrebatarnos la paz con su parloteo y su música a deshora, el agua de sus plantas regándonos el suelo y su ropa tendida en medio del horizonte… Antes de todo eso aplaudíamos con ellos desde los balcones. A las ocho en punto. Asomados a la otra cara de los barriosdonde las personas vivimos escondidas de no se sabe bien qué. La cara que no suele verse porque uno siempre suele tener los ojos vueltos hacia dentro, a la altura del ombligo. Al principio había luz y se veían los rostros. El cambio de hora los anocheció luego, iluminando el telón de fondo de sus vidas, que ahora estaban en pausa igual que las nuestras. Tú no te acuerdas pero era bueno asomarse a esos espejos que nos devolvían nuestra imagen desde enfrente, que sonreían un poco avergonzados, sin saber bien dónde mirar.