Desde mi Kiosco. Una visión alcazareña en la mitad del siglo XX
LAS BARRAS DE MADRID
Aquella tarde de tormenta veraniega había sido decisiva, anunciaba la finalización del
verano escolar y no hacía tanto calor. Después de hablarlo con los primos cercanos, los
vecinos y los chicos del colegio, era definitivo: saldríamos del pueblo en una aventura
como si se tratara de subir al Machu Pichu. En mi libro de aquel verano “Horizonte
Juvenil”, leí muchas veces el reportaje y me ensimismaba mirando sus piedras. La idea
era llegar a los molinos de las “fontanillas” y remojarnos en los “pilancones”, todos
conocíamos el camino por haber ido a merendar las tardes de San Marcos.
Quedamos después de comer en las cuatro esquinas del registro, el Cristo, Lubián…. de
todos los que saldríamos, solo fuimos dos. Los demás se echaron la siesta. Pero no nos
importó y comenzamos andar. En un saquillo de cuadros teníamos las provisiones, pan,
chocolate, una botella de gaseosa de la Prosperidad con agua, una navaja y una caja de
cerillas. Cruzamos las calles por las aceras de la sombra hasta llegar a la de Arjona,
continuamos hasta el Arenal, y comenzamos el ascenso al cerro por los negros adoquines
de la carretera. Algún camión pasó delante y nosotros pasamos por los olores a hierro,
pan, vino, gasolina de aquella calle interminable. Alcanzado el primer repecho
comenzamos a atisbar el humo de la estación del tren y ya en el llano, la vista de las
barras flanqueadas de bodegas nos animó a apretar el paso.
Entrábamos en un nuevo pueblo, lleno de industrias y trabajadores que cruzaban las
bocacalles de un sitio a otro, las bodegas y los talleres se acompañaban del ir y venir de
los vehículos que acababan de cruzar el paso a nivel con barrera de la carretera de
Miguel Estaban, después de entrar el tren de Madrid.
Las barras estaban señaladas con unos hitos con rayas rojas. Tres, dos y uno con sus
respectivas rayas, después de los vehículos nos cruzamos con un rebaño de ovejas que
marcaron el último olor de la Rondilla, dejando el suelo a su paso lleno de excrementos,
pequeñas bolas negras que soltaban andando dejando el rastro de su viaje diario al
aprisco y al campo. Hoy apenas se las ve por los cerros.
Al llegar al último aviso de la barrera nos sentamos en unas piedras, donde otras veces
vimos sentado al hombre de los periódicos, que siempre nos saludaba con “Buenas
tardes”. Descansamos, y animados cruzamos las vías con cuidado de pisar correctamente
sobre las maderas y los raíles, evitando en lo posible los contracarriles, perfectamente
limpios para que entraran por ellos las pestañas de las ruedas; aunque las barras estaban
verticales, pasamos por el arco casi pegado a la pared, seguramente para no llamar la
atención del personal de la cabina enclavamiento. La llamaban tercer piloto.
La estación alcazareña tenía hasta cinco de estos puestos: la auténtica ingeniería del
tráfico. Bien antiguos ya, cumplían su función desde finales del siglo XIX. El mecanismo
que las hacía funcionar se basaba en fuerzas por palancas para cambiar las agujas. Un
teléfono interno establecía el mecanismo mediante un “modelo” que había que
reproducir y cambiar continuamente a instrucciones para que todo funcionara,
ayudándose de guardagujas y otro personal. Esta decían que era la más antigua, y luego
descubrí que existía desde de 1893.
La mayoría de estos pasos tenían una guardesa que los cuidaba, limpiaba, engrasaba y
subía o bajaba las barreras según conviniera. En aquellos años había cerca de 1500
mujeres encargadas de estas tareas por toda la red. Estas vivían en las casillas junto a los
pasos a nivel con sus familias en unas condiciones terribles, la mayoría de las veces sin
luz ni agua. En Alcázar no era usual, muchos de los estacionistas acababan dedicados a
estas tareas en los pasos de la población. También la cercanía de las cabinas y los
guardagujas ayudaban a administrar las barreras, que aireaban con el tintineo de su
timbre al subir y al bajar. Otras veces los visitadores con su martillo colgado a la cintura
movían la palanca para bajar la barrera.
En mitad del paso la sensación de atrevimiento me envolvía paralizándome las piernas, y
el pantalón corto de verano se comportaba como uno largo de invierno. Dentro del paso
las primeras vías en cruzarse eran fáciles, correspondiendo a los pasos de trenes a las
bodegas y a MACOSA que tienen vías directas desde sus instalaciones a la red ferroviaria.
Para sacar el vino y entrar o sacar vehículos ferroviarios a ser reparados o recién
construidos. Menudo mundo donde se mezclaba la técnica más moderna y el pastoreo
inmemorial. Después se cruzaban las vías de Madrid, un descanso, y las vías de la
estación a los depósitos y playas ferroviarias, estas más tranquilas. Al cruzar la segunda
barrera los ruidos de nuevos talleres nos llamaron la atención.
El paso a nivel de Miguel Estaban o de Madrid era también el paso al economato y a la
sanidad ferroviaria de mucha gente de aquellos barrios, incluso de los viajeros que
cruzaban por allí a los andenes y desde estos, al edificio de taquillas. Pero yo había vivido
otras historias. Mi abuela me había llevado varias veces a la estación, para señalarme el
sitio en que se situó mi tatarabuela con su hija en brazos, para ver entrar el tren en el
que llegaba la reina a la estación alcazareña el 24 de mayo de 1858. Ahora me
encontraba allí solo y con una sensación tan extraña como agradable. Me sentía muy
mayor. Aquel día hubo cohetes y campanas y aquella tarde abstraído en la historia
familiar, me recogió el estruendo de los camiones, del almacén, de lo que había nacido
como alcoholera de los franceses. En su torre hubo un nido de ametralladoras, treinta
años antes, para defender las vías y la estación de un pueblo republicano. Ahora vivía en
un estruendo de ruidos de cargas y descargas. La industria francesa no llegó nunca a
funcionar suponiendo solo una amenaza para la industria vitivinícola local.
En aquel bullicio estábamos en una barriada prácticamente desconocida, con quince o
veinte vehículos nuevamente parados y en fila, a la espera de que se abrieran las barras
para cruzar. Calles, casas, vecinos, huertas, labradores, ferroviarios, bodegas,
chamarileros, chatarreros y “lañaores” convivían en las calles junto al trasiego de los
vecinos que todas las tardes cruzaban a por leche a la vaquería de los Fuentes. En
aquellos años las vaquerías eran muy comunes en el pueblo; en mi casa nos surtíamos de
la vaca del vecino. También se recogía la leche por la tarde, la recuerdo ver ordeñar. Aun
con el calor de la vaca, se cocía hasta hervir, arrojando una nata espesa que se apartaba y
merendábamos en un platillo de porcelana con el borde azul. Endulzada con azúcar, la
comíamos a sopas, como el pisto.
Antes de llegar a las últimas bodegas se incorporaba, a paso lento, a la fila de espera, un
burro. Sobre él subía una mujer rubia de pelo corto y pantalón ajustado. Lo recuerdo por
lo extraño de su atuendo en aquellos años. Al llegar a su altura, nos llamó con agrado.
Chicos, -dijo- ¿vais al molino? No, no señora -dijimos a dúo-, vamos a merendar a los
“pilancones”.
Que era prácticamente lo mismo.
Nos pidió con un gesto que nos acercáramos a ella. Y preguntándonos cómo nos
llamábamos, nos dijo: No le digáis a nadie que me habéis visto y yo os buscare para
invitaros al teatro en la Feria. Nos despedimos con cierto pudor porque estábamos muy
impresionados. Luego descubrí que era la actriz Josita Hernán que todos los años hacía
teatro en Alcázar con su compañía parisina y representaba obras de Benavente,
Unamuno, Alberti o Lorca entre otros. Incluso algún año se recitaron poemas de
Hernández. Después la vi en el cine Cenjor como actriz en “El libro del Buen Amor” una
película con Patxi Andión hacia 1975. Luego tuve la suerte de saludarla en los últimos
años ochenta y conocí su pintura y su poesía. Le referí la anécdota y con total sorpresa
para mí, la recordaba exactamente; ella sabía que aquello sucedió en mayo de 1968 y
aquella noche volaba a París. Entonces se disculpó diciéndome que aquel año no pudo
volver a España para hacer su habitual campaña veraniega de teatro.
Cruzamos las eras de San Marcos, donde merendábamos en las fiestas camperas y sin
entretenernos llegamos a las faldas del cerro para buscar los Pilancones. Hacía calor y
aunque no era tarde, la caminata nos tenía hambrientos y cansados. Allí estaban los
agujeros con signos de haber tenido agua hasta hacía poco. Nuestra botella de gaseosa
de la Prosperidad ya no tenía una sola lágrima de agua y nos atrevimos a pedir que nos la
rellenaran a los hombres que había en la huerta cercana. Uno nos dijo que sacáramos
agua del pozo, señalándolo, y mientras lo hacíamos nos explicó a voces; que aquel era el
pozo de la Fuente, pero que era suyo y no de los alcazareños que lo abandonaron
después de haber abastecido de agua muchos años los vecinos. Desde allí se canalizaba el
agua hasta una fuente que estaba en el ensanchuron que había frente al Cine Alcázar y
otra en la plaza. Tanto mi amigo como yo, del que no he querido dar el nombre y al que
perdí la pista unos años después, disfrutamos mucho el agua que bebimos directamente
del pozo.
Ahora me encuentro con algunos que me hacen memoria de las aventuras de la niñez y
aunque a duras penas consigo recordar las anécdotas, no soy capaz de reconocerlos a
ellos, esto me produce mucha tristeza y procuro ser lo más amable que se. Ni mi amigo,
ni yo, estábamos para pensar en aquella perorata. Nos comimos el pan y el chocolate y
después de recoger piedras y arcillas rojas y verdes nos fuimos bajando hacia el pueblo,
que desde ese suave alto, tenía una vista de pueblo en el desierto con el sol encima y
vibrando de calor.
A la vuelta nos subimos en unas bicis de los trabajadores de una industria que estaba por
allí y salían de trabajar, bajando camino de las barras. Las barras fueron sustituidas por
un puente elevado en 1979, que duró muy poco y ahora definitivamente un subterráneo
las cruza bajo las vías, uniendo en lo geográfico ambos barrios.
Texto: José Fernando Sánchez Ruiz
Foto: Archivo Municipal
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