No hay mus. Las cartas son las que son y toca trabajar por una mano ganadora. Los escaños se escrutan, sentados ya en la mesa de juego. Habrá que calentar la partida. Los contendientes se lanzan alguna pulla indecorosa sobre la falta de decoro. Unos piojos y unas cuantas corbatas después, las miradas de desconfianza tejen un manto de líneas rojas. Ceños fruncidos. Disimulos. Distracciones.
Una mano señala el tapete y todos miran el dedo. Es diminuto, como de un bebé. Hay timbas clandestinas y simultáneas en las trastiendas y un torneo alternativo convocado ilegalmente en una esquina del bar. Faroles que están por venir. Renuncios que llegarán. Una chaqueta descansa en el respaldo de una silla. Y alguien dice que huele raro. A democracia, quizás. En el Congreso hay un presidente en juego. Órdago a la nueva política.
El escenario de la undécima legislatura de la tardoadolescente democracia española recién se había montado y los actores principales aún se esforzaban en recitar de la manera más natural posible sus frases impostadas ante un público perfectamente dispuesto en trincheras. Pero para regocijo de los amantes de la acción, en ese sutilmente ordenado caos de saludos envenenados y cortesías afiladas, llegó el inefable momento de ponerse de acuerdo en algo.
Lo que ha pasado: el teléfono roto
Un restaurante decente necesita camareros y un buen jefe de sala, así que Patxi López, ese experto en alianzas imposibles contra enemigos comunes, emergió del ostracismo político para tratar de poner un poco de orden en el desconcierto. Primer pacto y primeras lecturas. También primer presidente del Congreso que no es miembro del partido más votado. Síntoma de que en el nuevo tablero multicolor todo movimiento de ficha mayor implicará sacrificio de peones.
Por el camino, un tira y afloja en el que los dos grandes partidos jugaron al teléfono roto con un hilo naranja en el medio. Albert Rivera, el emergente aseado, se convirtió en cemento para que los ladrillos no se tocaran. Seguro que no será la última vez que intente el juego de imanes, buscando un negocio a dos bandas que le encuentra la tercera pata al gato. El resultado, 69 diputados muy enfadados porque no les dejaron entrar en el garito con zapatillas y un líder huérfano de partido que aún delira la idea de lograr un pacto a la portuguesa a pesar del desaire manifiesto a la Lisboa podemita.
En una esquina, el presidente en funciones hace como que no funciona, tratando de pasar desapercibido y luchando por desviar la atención lo suficiente para que cuando el mundo se percate de que sigue ahí, con sus enemigos exhaustos de tanto moverse, se convierta en la única salida posible ante el abismo de la repetición electoral. Él o vaya usted a saber quién.
Lo que aún queda por venir: hijos molestos, pesadillas, puñales y un espejo. Por delante, un signo de interrogación como la copa de un pino. Cada cual con lo suyo.
Pablo Iglesias lidiando con tres hijos molestos a los que no les encuentra habitaciones separadas, sin muchas ganas de pactar con nadie pero con la necesidad de que no se le note mucho.
Albert Rivera con la lengua seca de tanto hablar con gente que hace como que le escucha y despertándose en medio de la noche, sudado, después de soñar con urnas y papeletas.
Pedro Sánchez obsesionado con coches que le siguen y con esquinas que no quiere doblar, no vaya a ser que haya un viejo amigo con la navaja preparada y el ánimo de Bruto.
Y Rajoy, Mariano, bailando el vals de las mariposas con la menina o el menino que a la prensa le dé por invitar a la pista y repitiendo «Puigdemont» tres veces delante del espejo a ver si se le aparece cierto expresident catalán para explicarle cómo hace uno para irse estando y viceversa.
Quedan dos meses y van a ser agotadores. Si no al tiempo.
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