Cristina Federica de Borbón y Grecia está acostumbrada desde la cuna a bajar de los coches oficiales, poner cara de niña buena, sonreír educadamente a las cámaras y tirar para adelante sin abrir la boca más que para decir buenos días, buenas tardes, gracias. Y eso es exactamente lo que ha hecho esta mañana a la entrada de los Juzgados de Palma, bien motu proprio, bien aconsejada por su selecto equipo de abogados. Ejercer de perfecta, ideal y encantadora Infanta de España.
El problema es que la ciudadana Borbón no estaba allí en calidad de infanta, sino como testigo imputada por un presunto delito fiscal y de blanqueo de capitales. Y su uso absolutamente voluntario del coche oficial hasta la mismísima puerta, su ancha sonrisa de photocall de evento benéfico, y su saludo protocolario a los escogidísimos y ultravigilados periodistas presentes, ha sonado más hueco que nunca. La imputada cumple 49 años en junio, pero el título de Infanta de España, con todas sus connotaciones de distancia, bisoñez y ortopedia, es, hasta que quien puede decida lo contrario, vitalicio. Cristina se lo ha creído y ha ejercido sus privilegios. El problema es si lo siguen creyendo los ciudadanos.
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“Yo confiaba en mi marido”, ha trascendido que ha dicho Cristina ante el juez Castro, bien motu proprio, bien asesorada por su defensa, para justificar su supuesta ignorancia de los tejemanejes de Iñaki Urdangarín al frente del Instituto Nóos, del que Cristina era tesorera y beneficiaria solidaria, y que esquilmó, presuntamente, seis millones de euros al erario público. La confianza ciega de la buena esposa. No es la primera ni la última que pronuncia ese verso de copla. Ya la clamaron, desgarradas, Isabel Pantoja, Maite Zaldívar, Ana Mato o Rosalía Iglesias, por citar unas cuantas. La filosofía de la perfecta casada del siglo pasado. No olvidemos que, hasta bien comenzada la democracia, las mujeres eran consideradas como personas casi menores de edad que no podían siquiera retirar dinero de su cuenta corriente sin permiso de su marido.
Sin embargo, por muy infanta que sea, Cristina creció en democracia. Estudió una carrera. Fue, de hecho, la primera universitaria de la Familia Real, lo cual fue noticia en su día. Se emancipó de palacio, física que no económicamente, y vivió sola de soltera. Trabajó, y trabaja, en una empresa privada, La Caixa, que le remunera un salario por los servicios prestados. Está, se supone, en el mundo. El problema, para ella, aquí y ahora, es que su mundo no es el del resto. Y que su papel de pobre mujer enamorada llevada a los pies de los caballos por un marido con el que, por otra parte, se niega a marcar distancias, es difícil de creer por la plebe. Por las mujeres que no son Infantas, las primeras.
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